INFANCIA
J.M. Coetzee
Los libros de infancia de los escritores suelen mostrar a un niño que escucha más de lo que entiende y que conserva fragmentos de cosas vistas sin comprender del todo la escena que presenció.
Habla memoria , de Vladimir Nabokov, es un bello y perspicaz ejemplo. La madriguera , de Tununa Mercado, agrega sensualidad a las primeras y secretas percepciones de la vida.
Recién editado, el libro Infancia , de J. M. Coetzee (premio Nobel 2003), es un viaje por los años escolares del autor que plantea dilemas étnicos y culturales de resonancia actual, al tiempo que revela una trama familiar densa y endeble (de distinta manera que en su novela Desgracia , pero con la misma contundencia ideológica y literaria).
En este relato, el conflicto se asume como propio. Si bien está narrado en tercera persona, se trata de la infancia de Coetzee en la década del cincuenta, primero en Worcester, y luego, en Ciudad del Cabo. Padre y madre protagonizan la escena, más por lo que hicieron mal que por lo que le brindaron de bueno.
El esmero de su padre al hablar inglés conlleva un desprecio por su origen africano, y eso aflige al niño, que busca forjar una identidad combinada, hallando en el lenguaje de los chicos afrikáneres palabras soeces que lo turban "por su contundencia monosilábica".
A través de esta lengua nativa, Coetzee se identifica con su origen, aunque su padre se refugie en el inglés para renegar de él. Es notable cómo una lengua postula realidades: los modos de nombrar implican a su vez formas de existencias distintas.
Así, cuando J. M. Coetzee habla en afrikáans todas las complicaciones de la vida parecen desvanecerse y desaparecer en un minuto. "El afrikáans -dice el autor- es como una envoltura fantasma que lo acompaña a todas partes, en la que es libre de introducirse, convirtiéndose al instante en otra persona, con un camino más sencillo, más alegre, más luminoso."
Con relación a su madre, todo apunta al momento vertiginoso en el que el niño capta una segunda mirada suya, aquella que la muestra antes de haberlo concebido, sabiéndose portadora de deseos que nada tienen que ver con protegerlo o amarlo.
"Ella tenía una vida antes de que él existiera, una vida en la que no tenía ninguna obligación de concederle el menor pensamiento."
Asumir la memoria como una caja de sorpresas. Uno de sus juegos favoritos era el de compartir con sus amigos los primeros recuerdos.
Se trataba de decir lo más íntimo y olvidado de cada uno para que las mentiras se rindieran.
Coetzee se apura en contar su historia, que, finalmente, no sabe si es real o la va inventando a medida que la cuenta. Tampoco se muestra tal cual piensa. Más bien todo lo contrario: esconde sus aficiones políticamente incorrectas y se hace pasar por católico para que en el colegio no lo hostiguen.
El mundo que lo rodea parece mirarlo, igual que como lo miraba su padre, "con ojos que no enjuician, pero tampoco son benevolentes".
Entre el permiso y la falta de atención, Coetzee descubre que en ese mundo hostil las emociones corren por cuenta de cada uno.
Silvia Hopenhayn para LA NACION